lunes, 2 de abril de 2012

Informe de las atrocidades de la guerra de las Malvinas.


Me hizo comer entre el propio excremento”.

 EL EX SOLDADO SILVIO KATZ CUENTA LOS VEJAMENES QUE SUFRIO POR PARTE DEL OFICIAL EDUARDO FLORES ARDOINO.

Después de pasar años callado, Katz acusó a Ardoino por torturas y discriminación: en su caso los abusos eran mayores por su condición de judío. “Fui víctima de una injusticia y quiero justicia, nada más”, dice.

Por Victoria Ginzberg
Silvio Katz tenía 19 años y le faltaban quince días para que le dieran la baja del servicio militar que cumplía en el Regimiento de La Tablada cuando le comunicaron que se iba para el sur. Se suponía que iba a quedar en el continente, pero terminó en las Malvinas. Al Silvio Katz de 19 años lo mató Eduardo Flores Ardoino. No era un soldado inglés, era el oficial de su compañía. Y lo mató porque era judío.
“Volví de la guerra y nunca más fui a bailar, para ir al cine tardé meses, en reír tardé más. Para reírme con ganas, pasaron tres o cuatro años. Uno a veces crece de golpe, dicen que se queman etapas. A mí, me incendiaron etapas”, asegura el Silvio Katz, de 49.
Estuvo años callado, sin compartir con nadie lo que había vivido en la guerra. No se animaba. Y no creía que pedir explicaciones era algo que pudiera hacer, que buscar justicia no era una excentricidad sino su derecho. Hace tres años sumó su denuncia a la de otros ex colimbas que estuvieron en las islas. Acusó a Ardoino por torturas y discriminación, porque todos los maltratos que sufrieron sus compañeros fueron más y peores para él, porque era judío.
–Limpien el armamento y vos, judío de mierda, apurate –mandó Ardoino apenas llegados a Malvinas.
Katz abrió los ojos sorprendido. El oficial acababa de dar la orden, así que era imposible que estuviera rezagado. Poco después supo que ese tipo de maltrato verbal era una muestra muy mínima del odio del militar. “En ese momento no me di cuenta, pero si reviso para atrás, lo veo y hasta el peinado nazi tenía, se peinaba con la gomina para atrás, tenía ese porte de sacar pecho... Rápidamente –cuenta– pasé de ser un judío de mierda a ser un judío traidor, un judío cagón y un judío homosexual.”
El “lago de los lamentos” era un charco grande de agua casi congelada, con una capa de hielo arriba. Cuando Ardoino decidía que alguno de sus subordinados había cometido una falta, los obligaba a sumergir las manos entre diez y veinte minutos, hasta que se les atrofiaran los dedos. Katz, por judío, tenía que poner también la cabeza, que se le acalambraba.
Lo destinaron a la bahía de los Elefantes. Con sus compañeros, cavaban pozos donde intentaban dormir cuando no estaban inundados, buscaban quebrar la barrera del frío con varias camisas y los primeros días comían un pasable guiso. Pero pronto el alimento viró hacia una especie de sopa insípida con un par de arvejas.
“Un muchacho que ahora vive en Uruguay y yo fuimos una vez a buscar comida al pueblo –cuenta Katz–. Ardoino nos sacó lo que habíamos comprado para todos y nos estaqueó. Era como Túpac Amaru sin caballos. Ponen cuatro estacas en el suelo y te ponen con los brazos y las piernas estiradas a diez centímetros del suelo. Veinte grados bajo cero y vos con calzoncillos y una remera de manga corta. Y te dejan horas. A mi compañero, porque era ‘rebelde’, le puso una granada en la boca que si llegaba a escupirla volábamos los dos. Y a mí, por ser judío, me hizo orinar por mis compañeros.”
–¿Y los otros soldados se prendían?
–Algunos sí, una minoría. La gran mayoría me apoyaba. No al punto de salir a defenderme, porque era muy complicado, porque si me defendían los ponían a ellos en ese castigo. Siempre hablábamos de que, si se armaba el lío, el primer tiro era para él. Cuando yo volvía de un castigo llorando o mal, me decían “Quedate tranquilo que esta bala se llama Eduardo Flores Ardoino”. Pero en el momento no se podía hacer nada, era imposible reaccionar. Los militares de mayor rango estaban en el pueblo, no les importaba y en todo caso si te quejabas decían: “De qué se queja, cagón, sea hombre”. Ser torturado era supuestamente para ser hombre. Era imposible, no teníamos quién escuche.
Como no les daban de comer, un día cazaron un cordero. Ardoino se los sacó. Muchos protestaron. Los sometieron al castigo de la mano en el agua helada. Pero a Katz no, porque era judío: “Me llevó donde defecábamos, me tiró la comida, me apuntó con una pistola y me hizo comer entre el propio excremento. Ahora lo cuento como si nada, pero estuve 22 años viéndolo. Era una imagen que no se me iba de la cabeza”.

La risa, el pánico

Mientras duró la guerra, todos los días Katz tenía miedo de morir. Miedo de que Ardoino terminara de asesinarlo. “Al Silvio Katz de 19 años lo mató”, dice.
El 14 de junio de 1982 los militares argentinos se rindieron ante las fuerzas del Reino Unido. Ese día, Katz dejó de tener miedo. A su oficial, de todas formas, había dejado de verlo un par de días antes, cuando les tocó entrar en combate. “Cuando se supo que la isla estaba tomada por los ingleses y que había combates en todos lados, nos dimos vuelta y ya no estaba. Quedamos a la buena de algún suboficial que estaba ahí. Ibamos a los lugares donde los radiooperadores nos decían que había que cubrir, pero sin el oficial a cargo. Lo volví a ver en el pueblo, cuando entregamos las armas. El vino hacia nosotros, no sé cómo apareció, diciendo ‘mis soldados, los perdí, qué preocupado estaba’. Fue de Fellini. En ese momento me sentí aliviado porque había terminado todo y la vida de él me importaba muy poco ya que en el pueblo, delante de los demás, no me iba a poder castigar. Había terminado algo más que la guerra.”
Los ingleses los hicieron prisioneros, pero para Katz el gran enemigo de la guerra fue un oficial argentino.
–Nos meten en unos galpones de comida. Había cajas enormes llenas de comida, carne en lata, cigarrillos, whisky chiquito. La pasábamos comiendo, tomando, fumando. Nos mirábamos y nos reíamos. Ahí sí nos reíamos. Estuvimos desde el 14 hasta el 17. No sabíamos de qué nos reíamos.
–De lo absurdo, tal vez.
–Claro. Y se corría la bola de que nos iban a fusilar a todos. Vino uno y dijo: “Dicen que nos van a fusilar a todos”. Y sí, también decían que estábamos ganando. Incluso, morir con la panza llena después de dos meses de no comer no nos importaba. Creo que fue la primera vez en mucho tiempo que sentí alivio y lo disfruté. Dejamos de lado la tensión, el dolor, no nos importaba nada.
–¿Quién decía que estaban ganando? ¿Ustedes qué sabían sobre el desarrollo de la guerra?
–No nos llegaban las cartas de los familiares, pero nos llegaba la revista Gente. Y la revista Gente decía que estábamos ganando. Eran revistas de las que se regalan. Pero en la mayoría de los grupos había una radio chiquita. Las radios argentinas eran muy difíciles de sintonizar, pero podíamos escuchar radio Carhué y radio Colonia, que son uruguayas y que decían que nos estaban rompiendo el tuges. Algunos militares decían “dejen de escuchar esa estupidez, esta gente qué sabe, es la envidia porque el pueblo argentino entró en combate”. Y los soldados estaban cagados mal. Hay gente que dice que no sintió miedo. Yo sentí pánico.

En el barrio

Silvio creció en un hogar no practicante. Celebraban las fiestas y hacían una que otra visita al templo. Su padre murió cuando él tenía nueve años y desde ese momento la religión fue volviéndose cada vez más ajena. Su madre quedó a cargo de tres varones y su principal preocupación era llevar el pan a la mesa. Trabajaba hasta catorce horas por día como cajera de un negocio de lencería, en Once. El estudio no era el fuerte de Silvio, que fue cadete, encargado de un depósito, empleado de un maxikiosco y que hoy trabaja en la cocina de un colegio.
Silvio Katz vive en Boedo, en un piso modesto, con su mujer y sus dos hijos, de siete y diez años. En la mesa redonda del comedor hay unas tacitas de porcelana con la silueta de las islas pintadas en negro, que su señora hace en un taller de arte del barrio. “Yo siempre viví en este barrio –cuenta– y no sé si hay algún otro judío porque no le pregunté la religión de nadie y no me la preguntaban a mí. O por ahí la sabían y cuando jugábamos a la pelota me decían ‘dale, rusito, pasala’, pero no era xenófobo o racista, era como yo le podía decir ‘tano’ a otro. Pero cuando atacaban a los judíos o hablaban mal de los judíos, yo me sentía muy judío. Y en Malvinas me pasó. Mientras más me atacaban, más judío me sentía.”
Colectivo 26. La guerra había terminado hacía tres o cuatro meses. Silvio volvía a su casa y vio por la ventanilla a Ardoino: campera verde, la misma postura, las manos en los bolsillos, el pelo engominado. Se paralizó y del miedo se hizo pis. “Sentí todo el miedo de vuelta, como si hubiera vuelto a la guerra”, confiesa. Solo dejó de sentirse martirizado cuando empezó a hablar: “Contarlo fue liberador. A muchos nos pasó que la familia decía ‘no lo hagan hablar, que le hace mal’. Y fue peor.”
Silvio volvió a las islas en 2001, a partir de un acontecimiento fortuito. Una marca de cigarrillos organizó un concurso cuyos premios eran viajes a distintos lugares, entre ellos, a las Malvinas. “Yo trabajaba en un maxikiosco y vendíamos cigarrillos sueltos, así que abríamos paquetes todos los días. El dueño raspó uno, salió Malvinas y me lo regaló. Fui con mi señora. Para mí, fue dejar una bolsa llena de piedras, fue poder levantar los hombros de nuevo, fue ver el lugar en paz, el campo, y no ver a alguien torturado, estaqueado. Fue el inicio de la búsqueda de estar bien, como estoy hoy. Mi señora volvió embarazada, mi primer hijo se gestó ahí. El viaje me liberó.”
Hoy, Katz está a la espera de que avance el expediente en el que denunció a su superior y a que se declaren delitos de lesa humanidad las torturas con las que los militares argentinos sometieron a los colimbas. Espera también algún gesto de las instituciones de la comunidad judía (“nos ignoraron todo este tiempo, pero ahora fuimos a pedir que nos reconozcan y el 11 de abril la DAIA nos va a hacer un homenaje”) y del Estado: “Nosotros estamos buscando el gran abrazo con la gente. Pero no quiero estar reivindicado en la misma fiesta con los militares. Me quejé toda la vida de que por culpa de que los primeros gobiernos nos mezclaron, hubo gente que pensaba que no-sotros teníamos que ver con la dictadura, con los desaparecidos”.
La vida nueva de Katz implicó terapia, tomar conciencia de que le habían hecho un gran daño y de que correspondía exigir justicia. “Hay veteranos que no quieren que la causa judicial siga, gente que cree que nos estamos victimizando. Estoy orgulloso de haber defendido a mi país, pero soy víctima de lo mismo de lo que estoy orgulloso. No quiero que el día de mañana venga mi hijo y me diga ‘por qué del que te torturó a vos nadie sabe, nadie se ocupa, qué hiciste vos por mantener tu dignidad’. No quiero ponerme en el lugar de andar llorando por los rincones, pero fui víctima de una injusticia y quiero justicia, nada más.” A treinta años de la guerra, Silvio Katz tiene 49 años y está vivo.

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